Puede que muchos de vosotros uséis estos dos términos de manera indiscriminada para nombrar esa sensación tan frecuente que surge de nuestro estómago cuando pasamos unas cuantas horas sin comer. Se trata de una sensación que todos conocemos pero que, en ciertas ocasiones puede confundirse, siendo muy diferente el origen del mismo… ¿”Tengo hambre”? o ¿será “apetito”?
Pues bien, ante esta pregunta solo nos cabe reflexionar ante el significado de estos dos términos. Por un lado, sabemos que el hambre es una reacción fisiológica normal que emite nuestro cuerpo cuando no recibe, en un cierto periodo de tiempo, una cantidad de alimentos determinada que siga proporcionándonos energía. Es entonces cuando se nos ilumina una bombillita en la cabeza y nos percatamos de la sensación, es ni más ni menos, nuestro cerebro avisándonos de la necesidad de ingesta. Para poder paliar esta sensación, lo único que podemos hacer es parar y comer. En cambio, el apetito se trata de otro tipo de respuesta que no surge por la necesidad de ingerir alimentos y así obtener nutrientes y/o energía, si no de de una sensación similar al hambre que nos empuja a comer, pero esta vez por puro placer y disfrute. Se podría definir también como esas preferencias que tenemos hacia ciertos alimentos y que en ocasiones nos “apetecen”, nos hacen sentir mejor, o que simplemente, tanto su olor, como su aspecto o su textura hacen al alimento irresistible.
Una vez aclarados estos dos conceptos… ¿Puedo sentir apetito después de comer?
La respuesta es sí. Aunque todas nuestras necesidades queden cubiertas después de realizar una ingesta de alimentos (después de comer, cenar, desayunar, etc.) el apetito puede surgir inesperadamente. En esta ocasión no es nuestro cuerpo quien nos solicita comida, si no nuestro cerebro. Es únicamente él quien dirige tus pensamiento hacia algo que te “encanta”, es sólo él quien “manipula” tus deseos e intenta satisfacer y obtener un placer que él te hace creer que necesitas. Es por esta razón que se debe aprender a diferenciar estas dos sensaciones, sobre todo si se va a iniciar un proceso de adelgazamiento por motivos de salud.
¿Cómo puedo diferenciar al hambre de la gula?
La respuesta es también muy sencilla. Únicamente debes fijarte en aquello que está pidiendo tu cuerpo. Cuando tenemos hambre, pero hambre de verdad (no hemos podido merendar o almorzar, nuestra comida ha sido muy escasa o por los motivos que sean estamos pasando muchas horas sin comer) nuestro cuerpo nos pide alimentos nutritivos y que nos porten energía, como ejemplo algún bocadillo, una empanadilla, fruta, un sándwich, un plato de verduras y carne/pescado (para cenar o comer), un yogur o vaso de leche, etc. En cambio el apetito o gula siempre nos va a guiar por los alimentos que más nos gustan, es decir, nuestros preferidos, por el simple hecho de disfrutarlos, como por ejemplo donuts, pipas, patatas fritas, galletas, chocolate, etc. y casi siempre por que los hemos visto y claro, la bombillita vuelve a encenderse y empiezas a recordar lo “rico que está”, pero no te engañes, ¡no tienes hambre!
Ahora bien, el problema viene cuando justificamos la gula con el hambre… Con esto quiero decir que, muchas decimos lo de “me como X porque tengo hambre” sabiendo que es mentira y que X no es lo que deberíamos comer ni lo que más nos beneficia, si no que es porque queremos o porque nos da la gana. De nuevo, nuestro cerebro nos engaña y nos guía hacia el lado oscuro, por lo que hay que tener muy claro la diferencia entre ambas
¿Qué más necesito saber?
Si notas sensación de hambre después de comer, y que ésta aparece tras poco tiempo, es porque tu ingesta, es decir, la cantidad de alimentos que has ingerido es insuficiente. Complétala con una pieza de fruta, un yogur o un pequeño bocadillo.
No te dejes llevar por todo lo que veas. Debes controlarte y pensar primero antes de actuar. Piensa en que, si no hubieras visto “la rosquilla prohibida” delante de una panadería por la que pasabas por casualidad, no te habría apetecido y habrías caído en ella. Cuenta hasta diez y sigue tu camino.
Un estudio realizado en la Universidad de Carnegie Mellon (EEUU), demostró hace años que cuanto más se piensa en algún alimento que te gusta mucho, que te encanta, menos apetecible se vuelve éste. ¡Pruébalo!